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Animal

Anoche tuve un sueño. Soñé de manera clara y vívida que vivía en la selva, en un pueblo típico de la Amazonía, entre «civilizado» y aislado, con una única carretera principal de asfalto, casas de madera con uno que otro electrodoméstico y gatos salvajes husmeando entre las basuras de las casas. Soñé que para escapar de un perro enorme que se comía a los otros, mi padre, aún joven, me cargó en su espalda y corrió a la velocidad de un rayo para alejarnos del terrible animal. Llegamos a la carretera principal que se encuentra al costado de la montaña y desde la cual se vislumbra toda la selva. Al llegar ahí, un grito no humano salió del pecho de mi padre, como un llamado antiguo, todos los pobladores del pueblo salieron, allí estaba mi abuela y tu también estabas, y todos, incluso tú, uno a uno, empezaron  a gritar al unísono. La selva se silenció, lo único que se escuchaban eran los gritos antropoides que nacían del profundo de cada uno de ellos. Las voces formaron un coro, una melodía sublime completamente distinta a cualquier cosa que haya escuchado nunca. Un sentimiento radicalmente animal tomó posesión de mí, mi adn milenario comenzó a vibrar y a reconocerse por primera vez, me sentía parte de un grupo de aves migratorias, de orangutanes o de una manada de elefantes. Algo me hablaba con naturalidad y no era una voz articulada. Reconocí mi existencia pero sin palabras ni significados. La melodía se alzaba hacia el cielo y retumbaba en cada árbol, en cada hoja, en cada larva, en cada ser vivo de la selva. Pero había algo de doloroso al interior del coro, cada uno emitía un sonido completamente distinto al del compañero pero exactamente igual. Cada uno con su timbre y su color producía un alarido entre alegre y trágico, lleno de felicidad y liberación pero al mismo tiempo de dolor y rabia. En el grupo había unión pero también soledad. Todos callaron subita y contemporáneamente, agacharon sus cabezas y se dispersaron entre la selva como fantasmas que vuelven a sus tumbas. Me quedé sola en la carretera sintiendo el eco del grito que lentamente se extinguía entre la humedad de la selva. Luego desperté rodeada de muebles Ikea, con el Mac en el escritorio, mi orquídea cautiva y mis libros de informática. Desperté en medio del plástico blanco aséptico, con la sensación del grito que corría desde mi centro hacia los extremos queriendo abandonar mi cuerpo. Cuando fui conciente, la voz se evaporó a través de mis poros con un soplido suave pero decidido.

Una Forzatura

Él, aún en su forma animal, camina en medio de la selva con el sentimiento de defensa vibrando sobre su piel. Ojos rápidos y atentos, oído agudizado, pies listos para correr, intuición activada. Se desliza por los pabellones del lugar, temeroso de hacer ruido, se funde con su entorno para engañar al enemigo, está listo para la guerra. Avanza a paso veloz y decidido, determinado, dispuesto a retar todos sus límites. Se esconde tras los árboles, sospecha la presencia de alguien que lo sigue en silencio. Voces y campanas de otras dimensiones lo distraen, lo aturden, lo atemorizan, pero convencido de luchar continúa. Falta poco para que caiga la noche, la gente no se distingue entre la humedad del ambiente y lo angosto de los callejones, una silueta se dibuja en la distancia, quieta. Nuestro hombre la observa desde lo oscuro, escondido en el pórtico de un bar histórico. El barista se percata de su presencia y desde la barra presiente que algo extraño está pasando. El sujeto comienza a acercarse lentamente, él lo mira de abajo a arriba tratando de reconocer sus facciones, sin embargo una rara condición mental, una especie de distorsión, no le permite enfocar el rostro, registrar los detalles. Una descarga eléctrica le paraliza el cuerpo mientras el sujeto se acerca, quiere correr pero sus piernas no logran despegarse del suelo, mira a todas partes buscando un cómplice, se gira y allí está el barista, quien con una mirada indiferente rehúsa cualquier compromiso. Inunda el pánico, el tiempo viaja a un cuadro por segundo y nada pasa. El sujeto lo apabulla con la mirada, el hombre se acuclilla. El sujeto ya está tan cerca que se puede sentir el calor de su cuerpo, su olor, su aliento. Habla sin mover los labios y sin emitir sonido, las palabras no son los códigos usados. Él hombre petrificado, se descubre completamente desnudo en un espacio conocido pero que no tiene forma, la forma está en segundo término y muta constantemente, es el mundo que subyace entre las grietas que dejan las partículas, allí se desarrolla todo, no importa cuán diminuta o enorme sea la grieta, es al fin de cuentas, la misma y única grieta universal donde nada debe concretizarse, dónde  un concepto no necesita ser emitido para ser expresado, no hay temor o duda: no hay desenlace, solución o problema; todo pulsa al unísono buscando una forma tras otra, un material tras otro, un nombre tras otro. Millones de espermatozoides serpentean como cualquier otra corriente eléctrica buscando el contacto justo para continuar con el camino… espermatozoides conscientes de su misión. Vidas que se encienden y corren hacia la tierra. El hombre sin moverse, no puede esquivar la mirada de su interlocutor, sus ojos están clavados en el resplandor cuadrado de la ventana del bar que se vislumbra en los ojos del sujeto, que al mismo tiempo parece ser la entrada hacia esa otra dimensión. El hombre se hace consciente de esto, logra traspasar una de las enormes paredes que separan lo etéreo de la grieta del mundo tangible, y vuelve en zoom out enfocando al barista que no ha dejado nunca de mirar. En ese momento, su propio yo volvió a la situación, su mente retomó el control de su cuerpo, recordó quien era y lo que hacía allí, recordó el miedo y la indiferente actitud del barista un momento atrás, recordó cómo comenzó todo.  Levanta nuevamente la mirada para, en un último intento, reconocer al sujeto. Demasiado tarde. No hay sujeto, no hay árboles, no hay selva, sólo un viejo callejón con olor a humedad y una noche sin estrellas. El hombre se levanta del suelo, se sacude, respira varias veces tratando de normalizar el ritmo de su corazón, y así tratar de comprender lo que acaba de suceder, mira su reloj pero no logra distinguir la hora, no hace caso.  “Un whisky no me caería nada mal”

De viaje por la ciudad

Simbiosis 2

La ciudad es siempre inmensa, por más chica que sea. Mientras sea ciudad siempre será una selva de cemento, casi tan oscura, compleja y peligrosa como la selva real. Animales de todo tipo algunos de piel y hueso, otros de metal y motor, caminos difíciles, rincones oscuros, rincones claros, caras en cada esquina y caras en cada árbol. Largos caminos llenos de obstáculos para volver al refugio. Sin embargo es otro mundo. Pues mientras en la selva el aire es pureza extrema y la comida naturaleza pura, una manada de sensaciones que alimentan el cuerpo y el espíritu y que nos hacen aprender a vivir cada experiencia sensorial al máximo, la ciudad en cambio nos obliga a cubrir nuestros olfatos de grandes nubes de humo negro, tapamos nuestros oídos con Ipods o simple imaginación para no tener que distraernos con el insoportable sonido de las bocinas, evitamos el roce con superficies contaminadas y la comida que encontramos en ella es siempre alguna mezcla química. La ciudad nos obliga a alejarnos de ella lo más que podamos, pero dentro de ella, debemos concentrarnos tanto en nosotros mismos, en nuestras casillas, en nuestras mentes, en nuestros negocios, para no volvernos locos, nos obliga a la introspección y a la apatía a lo externo. La selva es todo lo contrario, nos obliga a sentirla sensorialmente, a abrir nuestros sentidos a la sensibilidad más alta que consigamos, es ella quien nos brinda las pistas para el camino. La ciudad es confusa, como es confuso el ser humano, zonas lindas y zonas feas, unas peligrosas y pobres, otras ricas y elegantes, unas políticas, otras recreativas; si un cerebro pudiera pavimentarse… sería una ciudad.

Y esta ciudad no me agrada, no se alinea con las calles de mi personalidad, ni con las avenidas de mi pensamiento. Acostumbrarse a un lugar distinto en todos sus aspectos nunca es fácil, es entretenido y vale la pena intentarlo, siempre y cuando se consiga un bienestar. Pero no siempre es así, a veces por más que lo intentemos no logramos acomodarnos a ciertos lugares, incluso, aunque los disfrutemos.

Por ejemplo, no hay día que no me impacte el aplomo y el respeto con los que los dos indígenas, hombre y mujer, que trabajan en labores de aseo de la oficina y que no miden más de 1,50 mts, me saludan cada mañana. Un cálido temor, acompañado de un gran respeto y de una desarmante sumisión. No llegaré a comprender jamás sus miradas, tan profundas y tan inocentes a la vez, así como nunca podré olvidarlas, y al recordarlas, cada vez, encantarme.

No me resulta fácil relacionarme con estas personas, y siendo que las personas son la personalidad de la ciudad,  pues con la ciudad misma. Soy exactamente como el pelícano de la foto. Un ave de mar, chocándose contra la antena del celular, los postes de luz, y los edificios. Por más que lo intente, nunca logrará su paz en medio del caos. Y yo por más que lo intente nunca me voy a acostumbrar a la maldita nube negra que toce cada automovil. Quiero aire de mar. Y punto.