La música sin duda es el misterio más grande de la humanidad. Es un cálculo matemático, es ciencia. Pero al mismo tiempo, y en contraposición, es alma, es sentimiento, es «espíritu». Neurólogos de todo el mundo han tratado de comprender los complejos procesos neuro-anímicos que se producen en el cerebro cuando se hace música, sin éxito alguno. Nunca he creído en la vida después de la muerte, ni en el «alma», pero cuando escucho ciertos temas todo mi paradigma científico se ve reducido de tal modo que en lo único que creo es en la existencia de un Dios. Y en un Dios que come LSD con Hendrix, Janis, y se transforma en humano cuando canta Hocus Pocus haciéndose pasar por el cantante de Focus (Pensaste que no nos daríamos cuenta, ah Viejo?). Pasa sus noches tomando buen vino oyendo a Chopin, a Bach y Liszt, se fuma los porros en alguna playa de brasil con Lennon y Bob oyendo a Tom Zé, baila cuando escucha la guitarra de Oliver Mtukuvsky o la voz de Lavoe; come hongos en los campos de Islandia con la loca de Bjork y los amigos de Sigur Ros; y es fan enloquecido de Gardel y de Piazzola. Si «dios» no existe, amigos míos, díganme cómo es posible semejante milagro.
Bien sea un Dios o un demonio, la música nos saca de cualquier dimensión «real» para elevarnos a un estado mucho más puro y trascendente. Y benditos sean los músicos del mundo! – no hace falta aclarar que hablo de los músicos de verdad-Ellos son los únicos dioses verdaderos, por quienes hacemos rituales, a quienes veneramos y amamos, porque nos alimentan el alma, son la esperanza de este mundo putrefacto y nos recuerdan que somos mucho más que carne y hueso. Pero los odio. Perdónenme pero los odio.
Sexo, Religión y Poder
Era una fría noche en la capital, el encuentro se daría en un viejo bar ubicado en un barrio antiguo de la ciudad, alejado de los sitios IN o de los vallenatos. La noche pintaba interesante con un grupo de nombre raro y música aún más rara, inspirada en algunos sonidos viejos del caribe, con ritmos robotizados del norte. Al grupo le seguía una banda de esos lugares del país que sólo conocen los que viven allí, y que casi nunca son reconocidos por su música. Pues la banda de Chicamocha nos sorprendió con su irreverencia, y los músicos con su genialidad. Estoy segura que todos los asistentes a la velada salimos muy contentos con ambas presentaciones. Terminado el concierto, me topé de frente con el cantante de la banda estelar de la noche, quien durante una hora me tuvo atónita con su destreza para disparar palabras y darle un orgasmo a la guitarra. Xeh: «Qué más?» Dios: «Quemas» .
Aquella otra noche conocí a este compositor-bajista quien tiempo después se convertiría en el protagonista principal de mis sueños eróticos. Un tipo corriente, con un aire de pesimista profesional a cuestas, caminado desencantado y actitud antipática. Nada especial. Un tipo más del común. A la fuerza pasamos mucho tiempo juntos, por compromisos laborales que nos obligaban, nos llegamos a conocer y a hacernos amigos. Hasta el día que me invitó a una presentación suya con la banda en la que toca el bajo. Ese día descubrí el poder que tiene el bajo sobre la vagina, corríjanme mujeres si me equivoco, cada tonada es una pequeña vibración que se produce allí, nos moja las pantaletas y convierte la velada en toda una experiencia sexual. Cómo era posible que aquél antipático solitario de repente se había convertido en la reencarnación de Eros. Sería su experticia para tocar el bajo? O de pronto su actitud de dueño y señor, de poseedor? Serían las pequeñas sonrisas que soltaba cada vez que se daba cuenta que era Dios?
De vuelta en mi amada ciudad asistí a una verbena de mi generación, los artistas invitados no podían ser mejores y «la chusma enardecida» es la frase que mejor se acomoda para describir el desenfreno del público. A diferencia del pequeño sitio en la capital, este era un sitio amplio, al aire libre, con palmeras bailando alrededor, y una tarima gigante y psicodélica. Cuatro de las cinco bandas invitadas eran caribeñas, la única -la segunda en presentarse- «extranjera» era esa misma que había visto ya en la capital. Y allí estaban ellos en su tarima. Y allí estábamos nosotros en el cemento, apretujándonos los unos con los otros, gritando y bailando sus canciones. En el medio de la euforia me detuve a observarlos y los odié por lo que ví.
El baterista que sudaba como buen cachaco en tierra caliente, desde su altar de platillos y bombos, se desvivía pegándole a esa batería como queriéndonos sacar el alma del cuerpo con cada golpe, nos observaba perder la cabeza y movernos como locos y se burlaba malvadamente de nosotros, supongo que de nuestra debilidad para contener la excitación. El bajista quien se movía suavemente deslizaba sus dedos en su instrumento con cierto morbo al cual las mujeres, como ya expliqué, no podíamos escapar. Miraba a su público con esta mirada tranquila y esa sonrisa maliciosa; nos tenía en su poder, manejaba la masa con tal sencillez que se sentía dios y nosotros sus discípulos. Y él, el cantante y líder de la banda, ese mismo del «quemas» de aquella noche en la capital, nos quitaba de encima cualquier educación católica con su lírica rápida y vulgar, mientras guiaba a su grupo hacia la batalla de sonido con la actitud de un Hitler con hambre de muerte, siempre con la mirada fría, impávida, imponente e impenetrable, pero determinada a dejar claro quién es quién. Las mujeres se calentaban entre ellas en una especie de orgía lésbica y poética, como bien significa la palabra «música»: el arte de las musas.
«Oro por el porro, lloro por el poporo, corro delante del toro.. sangre no quiero ver» La nube de marihuana no tardó en esparcirse en el ambiente. Algunos dejaban soltar el humo a los pies de los músicos en una especie de ritual religioso, y es que lo que se vivía era, efectivamente, un ritual, ritual de masas, de euforia colectiva. Del cual los músicos son dueños y nosotros esclavos, ellos sacerdotes y nosotros fieles. Ellos son los únicos con la capacidad de oficiar el rito, de manejar nuestras almas, de transportarnos por un amplio espectro de estados anímicos, pensamientos, sensaciones, vivencias y viajes psicodélicos. Nosotros no podemos resistirnos, somos sus súbditos, súbditos de la música. Siendo la música un secreto divino sólo posible gracias a la existencia de un dios, nosotros somos súbditos de ese dios. Siendo los músicos los únicos con la capacidad de bajar la música del cielo y hacerla pagana, cada uno ellos es dios. Y dios tiene el poder. Un poder fálico y húmedo.