Archivo mensual: febrero 2018

Primeras Conclusiones

A los cinco años me fascinó un libro que había en casa «Lugares Maravillosos». Contenía fotos e información histórica de los más destacados sitios arqueológicos del planeta, los clásicos. Quise saber desesperadamente quién en el mundo tenía el trabajo de estudiar esos lugares. Cómo estás personas lograban mirar al pasado con tanta claridad. Pregunté una noche a mis padres, que estaban sentados en los mecedores de la sala. Me contaron que había personas que dedicaban sus vidas a estudiar el cambio de las civilizaciones en el tiempo. Mi padre, el veterinario, trabajando en el campo, hallaba continuamente tumbas indígenas, ollas en cerámica y hasta joyas. Fue él quien me explicó sobre algunos métodos usados para calcular la edad de un material. Mi madre, apasionada de la cultura, me contó innumerables historias y leyendas de los indígenas de nuestra región. Esa noche descubrí lo que era la arqueología: el estudio de lo antiguo. Quiero ser arqueóloga! dije al día siguiente en mi colegio. Mis compañeras no entendían qué significaba esa palabra tan difícil de pronunciar. Mis profesores en cambio no daban crédito alguno. Todavía quiero ser arqueóloga. La vida me llevó por otro camino, no muy distinto, o al menos, creo que inconscientemente siempre he tratado de volver a girar la línea de mi vida hacia esa rama científica. Voy siempre en busca del pasado. Quiero siempre comprender la evolución de algo. Cómo fue que llegamos hasta aquí. Sigo investigando, y aunque siempre lo hice quizás sin darme cuenta, hoy investigo en ámbito formal y académico. Sin embargo, sólo ahora me doy cuenta, que hace 25 años, yo ya había elegido el rumbo de mi vida.

Algo similar, me pasó a los 14 años exactamente. Mi compañera de escuela Roxana Durán, con quien estudié desde los 5 años hasta los 16 en la misma escuela, durante esa época trajo unas joyas para vender entre las compañeras. Eran anillos, cadenas y pulseras de plata. Entre su surtido había un anillo un poco más grueso de los demás, con un particular entramado. Tenía un aire lejano, casi árabe. Fue la única prenda que me interesó, y apenas lo probé en mi dedo anular de la mano izquierda, encajó perfecto, como si estuviera hecho a mi medida. Ahorré durante todo un mes del dinero de mi merienda, para comprarle el anillo a Roxana. Bueno, 15 años más tarde, aún lo uso, siempre en el dedo anular de mi mano izquierda. Desde entonces, y todos los días de mi vida, prácticamente sin excepción, lo he utilizado. Nunca lo he perdido. Aunque he pasado algunos sustos. Acercándome a los treinta, y viviendo en un país extremadamente católico y anticuado, en cuánto a relaciones sentimentales se refiere, veo que la mayor parte de las personas de mi edad usan el anillo de matrimonio. Mis padres no lo llevaban, porque no estaban casados, aunque esto me lo confesó mi padre sólo un par de años después de la muerte de mi madre. Por otra parte, quizá porque es una prenda costosa, en Colombia no vi a nadie nunca utilizarlo, o quizá nunca me fijé. Ahora que lo veo en las manos de mis compañeros, profesores y colegas, me causa cierta curiosidad, pues parece que la gente necesita ratificar ante la sociedad que pertenece a alguien más, que tiene un compromiso. Un día, imaginando una hipotética boda mía, pensaba en si llevaría este anillo o no. Miré el dedo anular de mi mano izquierda, y allí estaba, el anillo que a los 14 años me compré a mi misma. Entendí que a esa edad, cuando recién vivía mis primeras menstruaciones, ya me había casado, conmigo, con mi independencia, con mi sueño de ser arqueóloga, con mi belleza, con la promesa implícita de que nadie nunca me habría colocado un grillete, aunque fuera minúsculo y de oro.