Cada día la señora Ada espera la llamada. Conserva aún un viejo teléfono celular Nokia 1100 que ya en el 2010 era obsoleto. Los números se han borrado de la goma, pero la señora Ada, con sus 79 años, sabe a memoria los números y las letras del teclado. Religiosamente, cada noche antes de ir a dormir lo pone a cargar, con el temor de que la llamada la coja sin batería en el teléfono. Luego de conectar el teléfono a la corriente, se arrodilla al borde de la cama, y ora a todos sus muertos, sin dejar a ninguno por fuera, ni siquiera a aquellos que tienen más de 50 años de haber fallecido. Tiene en sus rodillas dos callos oscurecidos que daban a sus piernas un aspecto extraño, difícil de describir. Porque la señora Ada, aún en su pobreza económica y su poca instrucción, siempre ha sido una mujer elegante, nada teme si la ponen al lado de una dama de la alta sociedad del pueblo. Su tez clara y ojos claros es una rareza entre las clases humildes de su zona, pero su cabello negro oscuro la conecta inmediatamente con su gente india. Un pelo negro petróleo nunca teñido, y que aún hoy a sus 79 años, casi 80, mantiene su una ferocidad vista sólo entre las más jóvenes indias. Ada carga siempre con un aire solemne y serio, que no le impide en lo absoluto tratar a los demás con un calor familiar. Ada va siempre bien vestida, con camisa y falda que llega al borde superior de su rodilla. Su sonrisa y su dignidad, contrastan con esas dos llagas negras que marcan sus rodillas. Quien las nota, al inicio no comprende que pueden ser, podrían ser un golpe, una cicatriz, pero un segundo después se da cuenta de lo que son, porque son muy claras esas marcas, el lugar donde están, la textura que rompe la perfección y la blancura de la piel de Ada. Entonces un pensamiento oscuro y un sentimiento triste recorre las venas de quien ve los callos de una anciana que se arrodilla cada día, probablemente sobre un piso de cemento sin baldosas. Entonces se llega a la conciencia del pesado dolor que Ada carga consigo, que de sólo imaginarlo duele a quien lo siente, y duele dos veces porque es Ada, la digna, la roca, la señora que ha despertado la admiración de todo el pueblo. Quien la ve entiende que Ada camina en una calle desconocida y espinosa, donde las nubes cargadas de lluvia y truenos se acumulan sobre el camino, donde el frío se hace espeso y no deja ver el sendero, donde no hay árboles, ni flores, ni piedras con musgo, ni escarabajos color esmeralda, sólo fango y piedras malpuestas, que a cada paso se mueven y hacen que Ada se caiga sobre sus rodillas, y se vuelva a levantar sangrando, solamente para caerse con el paso siguiente. Pero Ada, incluso sabiendo que va a caerse de nuevo sobre los callos de sus rodillas que sangran, se levanta con total dignidad y convicción, para seguir caminando sobre ese camino tenebroso que todos ven en ese rayo visual que les viene a la mente cuando se fijan en los callos que Ada tiene en sus límpidas piernas sin arrugas, justo debajo del dobladillo de su falda blanca perfectamente planchada por ella misma, rayo que todos esquivan velozmente para que no se les clave en la garganta, pero que como una espina de pescado se queda irremediablemente atravesada en todos aquellos que ven a la señora Ada. Sin embargo, cuando la vuelven a observar después de haber vivido su tormento por un segundo, ven que lleva colgado al cuello el Nokia 1100, en un estuchito plástico con unos brillantes que forman un corazón. Entonces otra sensación extraña, otro contraste entre frío y calor, golpea a quienes se encuentran a Ada por la calle. Por una parte, es gracioso ver a una señora anciana con un celular colgado en el cuello, pero más aún si es un celular que lleva más de 20 años en desuso y que presumiblemente podría incluso no funcionar. Cuando alguien se atreve a preguntarle algo sobre el teléfono, ella responde sonriente y cariñosa, pero al mismo tiempo divertida y mamagallista, «Aquí mijita (o mijito) esperando la llamada millonaria» y cuando pronuncia la palabra millonaria, cambia el tono de la voz por uno más agudo y juguetón. A continuación, sigue con su camino riéndose, pero a su vez evadiendo ulteriores inquietudes. Ada sale a caminar todos los días, no en vano tiene las piernas firmes y una salud envidiable por cualquier treintañero moderno. Se conoce todo el pueblo, y el pueblo de al lado, y el de más allá. En todos es conocida, basta que se acerque a la oficina de correos, a la iglesia, a la tienda o a la plaza, que todos la saludan y a todos ella saluda. Precisamente en la tienda del pueblo de al lado, mientras le echaba al tendero el cuento del viaje del elefante, que había leído en un libro de un tal Saramago o serámago, como le decía ella con la misma voz con la que pronuncia la palabra millonaria, fue donde le sonó el celular. (…)
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