Escena 1
Un muchacho sube al bus, tendría unos 17 años, la barba aún no le sale, tiene la piel sana como la de un niño, su voz tampoco ha madurado del todo. Su discurso no se asemeja al del resto de personas que suben a los buses con historias diversas para pedir limosna, él, a quién llamaré Manuel para sacarlo del anonimato, tiene la voz temblorosa y angustiada, su historia es terrible, habla de un hijo de dos meses enfermo, un tío que lo abandonó, una familia sin techo, una mercancía que le han robado. La desesperación es clara en los ojos de Manuel, un par de lágrimas escapan de sus ojos, comenta de la vergüenza que le da pedir dinero y de lo difícil que fue tomar la decisión de hacerlo.
Escena 2
Atascada en un trancón en plena hora pico, en una de las calles del centro de la ciudad, me quedo observando por la ventana las tiendas y los negocios, preguntándome una y otra vez de dónde sale el dinero para mantener una economía tan explosiva como la de esta capital, qué maquinaria enorme debe ser nuestro sistema para mantener de uno y otro modo la vida de tantos millones de corazones. Qué trabajo tendrán todas estas personas, los ricos y los pobres? De dónde sale tanta mercancía? Quién necesita todo esto? Mientras divago sobre la macroeconomía, una imagen me roba el pensamiento: un hombre de mediana edad, de piel sucia de años y años de calle, defeca bajo el inclemente sol de las montañas y a la vista de todos quienes por allí caminan, sin el menor pudor o preocupación.
Escena 3
Cae la noche y me detengo fascinada por las luces de colores de un edificio enorme y de estilo moderno, un hombre con 10 perros de diferentes razas y tamaños lucha con sus fuerzas para hacerlos retomar el camino mientras ellos huelen alguna marca dejada en un poste por algún otro canino. Detrás de él un grupo de 10 niños vestidos de héroes gringos, o piratas, o princesitas pasan gritando y riendo a su antojo. Después de los niños pasa una pareja de jóvenes homosexuales vestidos a la moda “hipster”. Luego una anciana de rasgos indígenas trata de atravesar la calle asustada por los carros que aceleran para no dejarse coger por el semáforo.
Sí, a todos debe sucederles, por lo menos una vez al día. Me resisto a creer que todas estas caras, carnes, cuerpos, risas, voces, palabras que son los humanos no sientan por un ínfimo instante la angustia que es la vida misma, su misterio, su gravedad. La gente de la calle, quienes venden, quienes caminan afanados, quienes van en carros o en buses, quienes duermen en las aceras, quienes se venden, quienes ríen, todos han de sentir el escozor que la existencia provoca irremediablemente dentro de nuestras mentes y en nuestros mismos cuerpos: sentir que en un segundo nuestras vidas se reducen a la nada, la concepción del hoy y del porvenir es tan frágil como un recién nacido echado a su suerte en algún basurero de la ciudad. Entonces todos salen de sus huecos para deambular por las calles en busca de algo que rellene el tiempo, recitando cada uno su papel con plena convicción; la arrogancia de la que estamos hechos los seres humanos. Me cuesta creer que la fragilidad de nuestro ser no produzca en los otros algún efecto visible, una señal de conciencia. La marea humana pesa sobre la tierra, la hace vibrar, la atosiga, la hace escupir sangre, lo hemos construido todo nosotros, y al andar por la ciudad, veo lo mal que lo hemos hecho, el artificio del humano no rinde homenaje a su genio, por el contrario, cada día es un bombardeo constante a nuestras humildes dignidades, a nuestra voluntad de construirnos, a nuestro sentido colectivo de especie, al amor mismo.
Sentado en una esquina del enorme edificio un hombre adulto vestido de traje y sombrero me busca la mirada, me acerco con confianza, ambos hemos visto el desfile de gentes que acaba de pasar, ambos hemos visto exactamente la misma profundidad de imagen. Me siento a su lado sin decir palabra sólo compartiendo el mismo sentimiento. El hombre toma aire profundamente, sonríe y me dice: “no te preocupes, Moravia ya lo había visto en Roma hace más de 60 años, y en esa época dijo “todos los hombres sin excepción, son dignos de compasión, sólo por el simple hecho de estar vivos” ”.