10:16 de la noche, me siento frente al computador, enciendo un tabaco. Soy Ernesto, tengo 36 años y me dedico a hacer guiones para películas y lo hago bien, el sistema me lo ha permitido y no me da vergüenza usar la fórmula, si ella me permite sobrevivir. Adaptación supongo. Suelo trabajar a esta hora como muchos de mis colegas. Quizá porque la noche despierta a las musas, quizá porque la oscuridad me eleva, o de pronto será el poder mágico de la luna, o simplemente porque me gusta el silencio.
Entonces, frente a la pantalla en blanco y con una vaga idea dando vueltas por la cabeza, me dispongo a escribir algo. Hoy me cuesta más que de costumbre, ya han pasado 20 minutos y no he logrado escribir ni la primera letra de la primera sílaba de la primera palabra de la primera frase. Una historia, me dijeron en la universidad, me sé la carreta de memoria. Puedo ver a todos mis profesores aquí en mi sala recordándome cómo se escribe un guión. Una historia que alguien vive, que alguien cuenta, que alguien conoce. Alguien. ¿Quién? Un personaje. No una persona… un personaje. Una representación de todas las realidades posibles del infinito espectro de realidades paralelas que la teoría de las cuerdas propone. Básicamente una representación de nosotros mismos, pero para ser honesto yo no conozco el “nosotros”, me conozco a mí, y de allí deduzco todo lo demás. Entonces estamos hablando de una representación de mi mismo. Pero no estamos hablando de mi persona, hablamos de un personaje, de una conciencia propia que habita en un mundo ficticio.
¿Por qué digo todo esto? Debo escribir un guión, cierto. Un ejercicio complejo pensándolo bien, admitiendo una vez más que hay fórmulas comprobadas que simplifican el proceso y que además han resultado ser bastante lucrativas, dejando a un lado cualquier romanticismo. Sin embargo, hoy personalmente me siento frustrado. Porque en teoría, debo poner en letras imágenes mentales que más tarde se convertirán en imágenes en movimiento proyectadas sobre una pantalla, que algún alma solitaria verá un martes por la noche queriendo abstraerse un momento de su vida, sufriendo y disfrutando con el drama de alguien más. Claro para esto, una persona real deberá antes olvidarse de sí misma para dar vida a ese personaje que debo construir a partir de mi experiencia personal, y que además deberá ser creíble, por tanto debo depositar en él todo cuanto en mi saber exista sobre los seres humanos y las relaciones entre ellos y las situaciones que atraviesan, y las leyes de la física, y la economía mundial, y las miles de problemáticas que un humano pueda enfrentar, incluida una invasión extraterrestre, entre millones y millones de otras variantes posibles. Es decir soy el Cuentacuentos, el creador de la historia, del universo y de la historia del universo, ergo soy dios.
Y ya sé lo que están pensando, pero no, no es que me emocione ser dios, en realidad sentado aquí frente al computador, con estas ojeras ormai de años y luego de haberme fumado el quinto tabaco en media hora, créanme que lo último que siento es que soy dios. Si fuera dios me saltaría todos estos pasos, descargaría directamente de mi cerebro todas las imágenes, las editaría –cosa que no hago en el cerebro porque amo editar, pero bueno un dios normal, sacaría la película ya hecha de su cabeza- y proyectaría mi historia a aquella pobre alma solitaria que va al cine el martes por la noche. Pero resulta que no soy dios, y que en cambio debo escribir un guión. Lo que me hace caer en cuenta de un principio básico del humano, toda realidad es una construcción lingüística. A partir de un alfabeto establecemos estructuras que unen átomos de verdad, pensamientos que se convierten en proposiciones que terminan finalmente constituyendo el mundo. También el mundo de mi personaje. En el principio ya existía el verbo y el verbo estaba con dios, dice Juan. Y aquí estoy, con todo a disposición para crear a mi imagen y semejanza, una conciencia, una trama, un universo.
Sin embargo, por algo hago escribo películas y no literatura. Y es porque estoy harto del lenguaje y las palabras, y del trabajo que supone el poner mis pensamientos en palabras. ¿Por qué? Porque no son suficientes las palabras y creo que de esto ya se habrán dado cuenta. De un tiempo para acá, ciertas palabras me son esquivas e incluso llego a sentir cierto malestar de sólo referirme a ciertas sensaciones y conocimientos a través de ellas. ¿Qué soy? ¿Un alma? ¿Un cuerpo? ¿Un espíritu? ¿Ernesto? Puede acaso alguna de estas palabras describir-me o describir-te o describir-nos. No sé ni siquiera qué imagen me viene a la mente cuando pronuncio en voz alta la palabra mal o la palabra bien. Ninguna en absoluto. Pero cierto! Recuerdo la cara de mi profesor de sexto semestre diciendo fuerte y claro y con los ojos muy abiertos: Ac-cio-nes. Y ahora me imagino al loco del tratado lógico filosófico diciendo: El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. Hechos. Recordé mágicamente porqué amo la música y recordé también porqué amo la psicodelia. Sensaciones que vienen de otras dimensiones, viajes espacio-temporales, desdoblamiento, luces, laberintos que llevan a lugares inimaginados, todo sin una letra de por medio ¿Demasiado hippie?
La sensación es certera. Las imágenes de mi mente son las verdaderas. Estamos llenos de claves que lo explican todo. Me enojo al darme cuenta que aquello único y cierto en lo que creo, algún tipo de esencia, luz, camino, conocimiento primario sobre la vida y el universo, se descompone cada vez que intento hacerlo lógico, al hacerlo lenguaje pierde su fuerza. Como estar extremadamente feliz –creo que esta es la palabra más aburrida de todas- con alguien y arruinarlo todo con un te amo, sufriendo la angustia que significa reducir todo a tan maltratada oración que no basta para describir semejante cúmulo de mini bigbangs internos simultáneos. Y así hacemos con todo. Yo creo que Juan se equivocó, díganme hippi pero en el principio todo era música y colores brillantes que jugaban a hacer formas en el vasto espacio, luego llegaron los occidentales con sus lógicas y sus religiones y sus políticas, y nuestra conexión primaria con lo etéreo sencillamente se extravió entre tantos jeroglíficos, que al final sólo nos alejaron de la verdad.
De la verdad etérea, pasamos a la lógica de los signos, de los símbolos, que no es más que el enigma. Ahora se me viene a la mente un pensamiento muy retorcido: venimos al mundo a crear el misterio y a perseguirlo hasta la muerte. Y luego nos veo a nosotros occidentales desesperados tomando brebajes, fumando, inyectando e inhalando sustancias, haciendo cursos de meditación en la India en busca de ello. Creo que por esto hago películas; aunque no sea dios y me toque escribir páginas y páginas de imágenes mentales que debo representar con acciones, que luego serán interpretadas por actores, mientras un productor jode la vida por algo, el director sufre de crisis existencial, y un noctámbulo edita horas y horas de imágenes, hago todo esto sin otro objetivo que aliviar las penas de aquél pobre solitario que va al cine los martes por la noche para sumergirse en el placer de abstraerse de la propia realidad, sin tanta palabrería, sin tanto misterio. El cine es sólo un haz de luz capaz de contener un universo completo.
Pero quisiera despedirme de ustedes con dos mensajes rápidos:
- Destruir el lenguaje. Sí, eso quisiera. Y con él destruir el mundo, el universo, dios, mi ego, tu iglesia y tu partido político. Quisiera vivir el mundo y la existencia sin palabras.
- Recuerdan eso que dije antes que no me gusta ser dios? Pues mentí. Soy dios.