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Vámonos ahora

10 PM. La lluvia cae en gotas gruesas y fuertes sobre el vidrio del carro. Los limpiaparabrisas con esfuerzo remueven la lluvia para permitir la visibilidad,  y sin embargo cuesta ver el camino. Cuando la línea amarilla del medio de la carretera desaparece, sólo queda la intuición para saber por dónde continuar. El barranco a la izquierda no se ve, tampoco la montaña a la derecha. Vamos descendiendo de la sierra hacia lo plano. Somos sólo dos personas, él va manejando. A veces hablamos, de la vida, de todo y de nada. A veces guardamos silencio. El camino es lo único que importa, absorbe todo, incluso las palabras. A veces miro a mi izquierda sólo para saber que él está allí y me reconforto en su presencia y en mi soledad. Nada más grande y excelso, la libertad de gozar de la soledad, cuando no se está solo. La individualidad por fin se sublima en la confrontación con el otro, una individualidad silenciosa y profunda, reflexiva, natural. Las horas pasan inmóviles. Nosotros viajamos inmóviles. Es la carretera la que se mueve, serpentea entre la tierra, el paisaje cambia, cambia el momento, y nosotros seguimos allí guardándonos los pensamientos y los sentimientos como el único tesoro que nos quedará cuando miremos hacia atrás. Ambos lo sabemos. Atrás han quedado los ruidos de la ciudad, y sus luces, ahora podemos ver las estrellas y observar el resplandor de la luna en la cima de las montañas.  Así en silencio, me siento pequeña ante la grandeza del momento, esta extrema tranquilidad se vuelve casi sobrehumana, me olvido de mi cuerpo, mi nombre, los problemas de la vida cotidiana, mi mente se aleja de todo pensamiento negativo y simplemente flota, así como el carro se desliza sobre el pavimento húmedo. La línea amarilla que separa los dos carriles de la carretera vuelve a aparecer, son dos líneas, que indican que no se puede sobrepasar, es entendible pues la carretera está llena de curvas y avisos de “peligro curva de alta peligrosidad”. Esta carretera conduce a la zona petrolera del país, los vehículos que por aquí pasan son camiones grandes y pesados con líquidos inflamables y avisos de “no apagar con agua”, el camino se hace lento y tedioso detrás de estos camiones. De vez en cuando mi compañero, los sobrepasa, pero cada vez que adelanta yo me asusto, pues hay neblina, lluvia, curvas, señales de peligro. El se ríe de mí. “Quieres vivir con miedo o quieres morir con una sonrisa?” me pregunta. “Morir con una sonrisa?” respondo titubeando. La lluvia cesa. De vez en cuando entramos a los túneles, algunos de ellos parecen interminables, la montaña nos guía hacia sus entrañas, a pesar de todo el cemento que se ha usado para contener el monte y abrir paso en su interior, la naturaleza siempre me recuerda mi pequeñez. Las paredes del túnel están mojadas, la tierra está cargada de agua y ésta se filtra incluso a través de la artificialidad. Han pasado ya varios minutos desde que entramos al túnel. En cada curva espero ver la salida al final, pero ésta no aparece. “Qué tan largo es este túnel?” pregunto a mi compañero. “Bastante largo, relájate” dice. Respiro profundo, comienzo a sentir cierta desesperación. Las lámparas redondas de tungsteno en sucesión comienzan a afectar mis sentidos, la velocidad con la que pasan una detrás de la otra comienza a aumentar y ahora sólo se ve una única línea de luz amarilla dentro de la oscuridad del túnel. El sonido también es distinto, el motor retumba en las paredes de la galería, y acá dentro del auto con las ventanas arriba los sonidos internos parecen triplicarse. La montaña presiona, acá dentro siento en mis oídos todo el peso que la tierra ejerce sobre nosotros. Se siente en la cabeza y en el cuerpo, las cuatro fuerzas del universo están todas encerradas aquí dentro y confluyen en este vórtice de pensamiento. El aire está viciado por el humo de los carros y las volquetas. Hace calor. Estoy alucinando. Suspiro queriendo mandar una señal de tranquilidad a todas las células de mi cuerpo. Él me mira, me acaricia para tratar de tranquilizarme, aunque no entiende qué me pasa. Cierro los ojos. Dentro de mi mente se reproduce en negativo la imagen del túnel en movimiento, las luces que viajan rápidas a mi alrededor, el sonido encapsulado, y de pronto como un flash se me aparece una serpiente brillante que se acerca a toda velocidad hacia mí, viene con la mirada fija, como si quisiera atravesar mi cráneo y penetrar mi cerebro, como un gusano penetra una manzana. Un centímetro antes de que la serpiente me perfore mi mente abro rápidamente los ojos. El final del túnel. Bajo la ventanilla. Entra una ráfaga de aire frío con olor a árbol. Salgo de la pesadilla tomando una fuerte bocanada de aire. Él me mira, me toma de la mano, sube el volumen de la radio. Vuelvo a recostarme en el asiento y levanto la mirada al cielo. Al pasar una montaña aparece la luna, clara, nítida, nueva. En un ataque aprieto fuertemente la mano de mi compañero. Él ríe, no sabe qué me pasa, pero no hace preguntas. Así nos vamos conociendo. El viento me levanta los cabellos y nada importa. El camino vuelve a robarme la conciencia. Hemos descendido de la sierra, atrás quedó el viento frío y la montaña, ahora todo es un plano único sin fin, a los lados del camino largos pastizales. Logro por momentos imaginarme acostada en uno de esos potreros, y puedo también ver una camioneta negra que viaja rápida con dos personas en su interior. La persona sentada en la silla derecha es una mujer de cabellos oscuros, del otro lado un hombre que conduce. Hasta acá se logra escuchar la música que ellos van oyendo. La mujer va absorta en sus pensamientos, mira por la ventana y me ve. Me reconoce. Soy siempre yo. Corro rápido hacia la carretera, las luces de la camioneta me ciegan las pupilas que no alcanzan a regular la luz. Es lo último que veo, la camioneta acercándose, antes de apretar los ojos, esperando ser arrollada por la máquina. Me quedé esperando el golpe. Sólo sentí el fuerte ruido de los frenos. Me bajo rápido del carro y mi compañero después. Un pequeño zorro inmóvil y tembloroso está encorvado en la mitad del camino, siento unas fuertes ganas de acariciarlo, al hacerlo como un reflejo involuntario, mi compañero me detiene rápido, el animal gira la cabeza y nos mira como si nos conociera de siempre, como si quisiera decir algo, sale del shock y se vuelve a meter rápido en el matorral. Nosotros nos miramos atónitos, tratando de descifrar lo sucedido, volvemos al carro en silencio. Encendemos el motor y continuamos el viaje. Por largo rato tanto él como yo pensamos en la escena del zorro. “Pasó, cierto?” Me pregunta. Silencio. “O pasó o estábamos en el mismo sueño” le respondo. 3 AM. La noche avanza hacia su punto más oscuro, la carretera solitaria se abre paso entre morichales y pastizales, no se alcanza a ver el reflejo de una ciudad o pueblo en la distancia, una que otra lucecita prendida adentro entre el monte, a veces no logro reconocer si son casas o luciérnagas. Acá en la llanura la velocidad con la que andamos aumenta imperceptible. Un rayo ilumina el paisaje, permitiéndonos ver la inmensidad de la tierra, a continuación el estruendo. Conté 5 segundos entre la luz y el sonido. Si el sonido viaja a 343 m/s el rayo debió caer a 1715 metros de nosotros. Hemos ya viajado un tiempo sin lluvia, pero el relámpago anuncia una fuerte tormenta, habremos avanzado esos 1715 metros porque justo comienza a llover, esta vez con violencia. Apago el radio. Él me mira extrañado. “Vamos a escuchar un poco la lluvia” le digo. Ambos estamos exhaustos. Imagino que él más pues va conduciendo. Hace mucho que no vemos civilización. Qué estoy diciendo? Vamos en un carro, por una carretera, con postes eléctricos que llevan energía a alguna parte. Qué más civilización que nosotros? Sin embargo las luces del carro alcanzan a iluminar un hombre en caballo. Un caballo hermoso, de ancas gruesas y firmes, y de pelaje brillante. Disminuimos la velocidad. Mi compañero sufre de una terrible curiosidad, yo la admiro, yo la he perdido por pensar en los misterios del universo, él en cambio se niega a dejar morir ese entusiasmo hacia todo, incluso hacia aquello que a mi me tiene sin cuidado, como un hombre que anda en caballo solo a las tres de la mañana. Qué ciega soy, así voy por la vida, sin ver los detalles. “Buenas noches, falta mucho para el próximo pueblo?” pregunta mi compañero. “Buenos días, sí, en carro todavía faltan unas 2 horas” responde el hombre que cabalga con sombrero también a estas horas. “¿Y en caballo?” pregunto. El hombre sonríe “Por ahí 3 días en este caballito, pero yo voy acá cerca, a una vereda”. “Le falta mucho?” pregunta mi compañero. “Por ahí unas dos horas también”. Nos despedimos todos con una sonrisa. Y seguimos el camino. A lo lejos se vislumbran las luces del pueblo. Ya pasaron esas dos horas, dos horas en las que mi pensamiento simplemente ha levitado. El amanecer se acerca, lo puedo escuchar. Los pájaros anuncian los primeros rayos de sol, aunque aún faltan algunos minutos para que el amo del día emerja del horizonte. Comienzan a aparecer los primeros caseríos, hombres a caballo, ganado, gallinas, locutores de radio, versos lejanos que arrean las vacas. Ha sido un largo viaje, y aún no termina. “Tengo sueño” le comento a mi compañero. “Yo también” me responde.