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Transmutaciones a las 06:00

Seis de la mañana de una mañana oscura y fría, no tan fría como oscura. Jaime se despierta con el sonido robótico del despertador, enciende la luz de la mesita, se cubre un rato más con el edredón calientito, abre los ojos y decide levantarse, comienza su rutina mañanera, se prepara para ir al bar donde ahora trabaja. Él mismo no lo puede creer, si alguien le hubiese dicho hace cinco años que a los 34 años estaría trabajando ocho horas diarias para comprarse una casa, probablemente se hubiese reído incrédulo en la cara del atrevido encendiéndose otro porro. Sale de la que puede decir, ahora y con todo orgullo, que es su casa. Los pensamientos existencialistas que hasta hace poco tiempo le bombardeaban la cabeza han desaparecido, ha alcanzado aquél estado de serenidad que siempre buscó durante sus años locos de juventud y que siempre vislumbró como un imposible. Hoy en cambio, sacando la llave de la cerradura, asegurándose de que su casa queda bien cerrada, se da cuenta de que era mucho más sencillo de lo que él creía. Se ha convertido en un tipo sencillo y no le disgusta, su filosofía de vida ha perdido cualquier ambición y por esto no sufre, anzi, mantiene un bajo perfil que le permite una cotidianidad libre de conflictos y problemas con los demás. Por otra parte, la posibilidad de adquirir un capital en este mundo competido y cruel, le brinda cierta seguridad y porqué no, orgullo.

A las ocho de la mañana el bar está abierto, llegan los mismos de siempre a la hora de siempre: los que beben el café, los que toman el desayuno, los que leen el periódico y los adictos a las maquinitas que desde tales horas nutren su vicio. Jaime es el amigo por excelencia de todos y cada uno, esta es otra de las cosas que no se hubiera imaginado unos años atrás, cuando se encerraba con sus tres amigos a despotricar de la vida durante horas y horas de aniquilamiento cerebral. Pero ese es tiempo pasado. Contrario a lo que hubiera podido imaginarse, Jaime ha aprendido a hablar de pendejadas, a sonreír y a hablar con las personas sin temor, a tener siempre el chiste justo para todos los gustos. “Si cambio de trabajo me meto de barista, tranquilo eh?” -dice Matté, uno de los clientes habituales-  Jaime lo mira de reojo y sonríe amablemente, reteniéndose de hacer algún chiste bobo sobre el trabajo de Matté, exterminar cucarachas y bichos. Los temas son siempre los mismos y el peligro es justamente ese, limitarse a la trivialidad, al clima, a la situación política, a la crisis, a la modelo del momento, y claro, al fútbol. Pero a Jaime no le importa hablar de tonterías, ha aprendido a encontrar valor en cada una de las personas que se acercan a él, y ha descubierto cierto placer en el brindar un oído confidente y una palabra cordial, aunque no se elucubren tratados filosóficos.

Por primera vez en su vida, Jaime no se queja, a veces descubre en el fondo de su ser, un íntimo deseo de hacer algo que le apasionara un poco más, como escalar montañas rocosas o dedicarse enteramente a algún ejercicio, el que fuera, Jaime siempre ha tenido un físico perfecto sin hacer mucho esfuerzo. Sin embargo, aunque estas ligeras inconformidades aparezcan  cada tanto, Jaime siente que ha llegado a esa especie de cima de la vida de la que todos hablan, siente que ha finalizado la empinada carrera que son los años de niñez y juventud, y finalmente ha alcanzado esa cumbre que ahora parece más una meseta que se extiende hacia un horizonte infinito y cálido, que un forzado descenso. No le importa lavar vasos, servir cafés y whiskeys, limpiar la barra cada dos minutos, ni siquiera poner el fastidioso canal de televisión que todos le piden, ese de las chicas en bikini y los ritmos pegajosos de discoteca. Su pensamiento parece pasar por encima de ello, en una dimensión que él mismo llamaría  “inercia”. Pero que quede claro que esta “inercia” no tiene ninguna connotación negativa, al fin de cuentas el “no pensar” parece ser la piedra filosofal de la vida misma, alcanzar ese estado en el que el tiempo y las pequeñeces cotidianas tienen poca importancia, y la mente se encuentra en total relajación con la vida, viendo colores que se atraviesan juguetonamente por el mundo, sintiéndose una con la existencia, flotando en una nada amable y brillante, y no, como suele suceder con frecuencia, cuando se convierte en una máquina descuartizadora de egos, dignidades y sueños.

Seis de la mañana de una mañana oscura y fría, no tan fría como oscura. Jaime se despierta, los gruñidos de su estómago resuenan en la habitación, mira a su alrededor y encuentra a Juan acostado boca abajo en el suelo, Dario y Nicolás apoyados el uno sobre el otro. Dario tiene los ojos entreabiertos pero está inconciente, Nicolás balbucea algo y se ve terriblemente pálido. Todo parecía tan real hace un segundo. La cama caliente dónde se había despertado, el olor a café por la mañana, los viciosos de las maquinitas, Matté hablando dos tonterías, los vasos que estaba lavando, la sensación de orgullo y satisfacción, la meseta de la serenidad que se pierde en el horizonte, la casa que se estaba comprando, hasta la chica de bikini bailando sensualmente en la tv. Quiso luchar un momento contra la realidad, pero el hambre le sugería que la realidad era esta. Con las pocas fuerzas que tenía, tomó un pequeño pedazo de la piedra filosofal que Nicolás había dejado cerca de su pié izquierdo, volvió a inhalar el humo de la inercia, y cerró los ojos, completamente convencido de que en unos instantes escucharía el sonido robótico de su despertador.